enterradas en el fango, sintió sus manos vacías
y rumores sin retorno bajo el amanecer insolente de las quenas.
su pecho carcomido por la lluvia,
su boca arrebatando el eslabón de los zafiros
y una cruz indeleble
que lo envolvió en el silencio esquivo
de flores arrastradas al barranco.
La espuma enrojecida entre sus devastados pómulos
que nos recuerda al cielo de un ojo distante,
las olas que centellean estruendos febriles,
la platinada luz encorvada
en su estómago que roza las piedras mientras ondula y se somete
como queriendo dislocar el paisaje violento,
labios vencidos en la desconsolada faz de la arena,
párpados
que ya no recorrerán este desierto
iluminado de escombros y piel abandonada.
los niños comen pasto y extravío, suenan relojes en sus vientres,
la oquedad que destrona ventanas incendiadas,
luminosas rejas de lo eterno.
un doloroso contorno como lágrima esquiva y oculta.
Es el sol humeante y las hojas pudriendo los nombres;
las escuetas canciones que han asesinado a las palomas.
en un jardín de espinos.
Se miran a los ojos
expían sus flagelados rostros,
en sus manos
solo quedan los tácitos recuerdos de haber vencido a las palomas
pero nunca, nunca,
haber podido volar como ellas.
el desprecio hacia aquella piedra que ha invadido nuestra ausencia
bajo la plegaria que amanece sobre una extensa sábana insufrible.
Fluye el tiempo ahogándose en el lago púrpura de inconcretas voces
acariciando la perversa herida bajo el llanto.
sobre un par de labios adormecidos de arpegios
que a veces solo provocan la violencia de las nubes
bajo una pestaña aletargada por la incógnita ceniza
que ha construido las distancias.
ya nadie rinde culto
a una lágrima que ha perdido
su corona.
última palabra
que ahora me es imposible regresar a esta ausencia
que desvanece las bocas;
el impenetrable muro de la sangre
negada en el silencio.
desvistiéndose aprisa,
ya no habrá más polvo
que nos haga retornar a la bestia.
habrá penetrado las miradas.
que la máscara
se haga memoria en mi rostro.
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